OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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SIGNOS Y OBRAS |
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EL CREPUSCULO DE LA CIVILIZACIÓN1
Máximo Gorki, en un emocionante articulo, nos hablaba hace poco del "fin de Europa". Y esta no es una frase de literato. Es una realidad histórica. Estamos asistiendo, verdaderamente, al fin de esta civilización. Y, como esta civilización es esencialmente europea, su fin es, en cierto modo, el fin de Europa. Nuestra generación, impregnada todavía de la idea de un progreso siempre ascensional, sin soluciones de continuidad, no puede percibir ni comprender fácilmente esta realidad histórica. No puede alcanzársele que esta civilización, tan potente y tan maravillosa, no sea también infinita e imperecedera. Para ella, esta civilización no es "una civilización", Es "la Civilización" con letra mayúscula. Pero la filosofía contemporánea roe activamente ese espejismo. Oswald Spengler, uno de los pensadores más originales y sólidos de la Alemania actual, en un libro notable, desarrolla la tesis de que "el fenómeno más importante de la historia humana es el nacer, florecer, declinar y morir de las Culturas". (Spengler no dice Civilizaciones sino Culturas). Toda cultura ha tenido sus características económicas, políticas, estéticas y morales absolutamente propias. Toda cultura se ha alimentado de su propio pensamiento y de su propia fantasía. Toda Cultura, después de un período de apogeo, llenada su misión, ha decaído y perecido. Y toda Cultura, sin embargo, ha tenido como la nuestra, la ilusión de su eternidad. Esta ilusión, por otra parte, ha constituido siempre un elemento moral indispensable de su desarrollo y de su vitalidad. Y, si empieza a flaquear en nuestra Civilización, socavada por el pensamiento relativista, es porque nuestra civilización se aproxima a su ocaso. Ese es, precisamente, uno de los síntomas de decadencia de esta Cultura. Un síntoma sutil, pero trascendental. Un síntoma expresivo nada menos que de la crisis de las concepciones filosóficas sobre las cuales reposa esta civilización. Otros síntomas, más perceptibles y más inmediatos, son la crisis económica y la crisis política. Política y económicamente, la sociedad europea ofrece el espectáculo de una sociedad en decadencia. Cada uno de los cuatro años posteriores al armisticio, en vez de aportar la solución de los problemas de la paz, se respiraba en Europa una atmósfera más optimista que ahora. No hay Estado europeo, vencedor o vencido, para el cual la situación no sea hoy peor que hace cuatro años. Los países vencidos han caído en la ruina, en la postración, en el desorden que todo el mundo contempla. Austria, a consecuencia de la vivisección del antiguo imperio austriaco, mutilada, empobrecida, desangrada, carece de medios de vida. Su anexión a un Estado limítrofe es su única esperanza, su único camino. En Viena reina una miseria apocalíptica. Las gentes perecen de hambre en las calles. Yo he visto caer de inanición a una mujer consumida, espectral. Hungría y Bulgaria disponen de más recursos que Austria para alimentar a su población, pero tienen arruinada su economía y depreciada su moneda. En Budapest mismo, donde no se siente la miseria que en Viena, me han contado que hay gente que no come sino dos veces a la semana. Y Alemania, finalmente, parece amenazada de una miseria análoga. La población alemana ve empobrecerse más cada día su tenor de vida. El presupuesto de las familias de la clase media y de la clase proletaria es un presupuesto de hambre. Las industrias alemanas trabajan, producen y exportan abundantemente a costa de la miseria de sus empleados y obreros. Y la situación de los países vencedores, si no es igualmente desesperada, tampoco tiende a normalizarse. Inglaterra tiene paralizada una parte de su actividad industrial. El número de desocupados asciende casi a dos millones. La cuestión irlandesa sigue prácticamente sin solución. La victoria de los turcos sobre los griegos ha infligido un golpe a la dominación británica en Oriente. Y ha aumentado la amenaza de una insurrección islámica. Francia está agobiada por el déficit de su presupuesto que pasa de quince millones de francos. Como este déficit es cubierto con bonos del tesoro, o sea con créditos internos, la deuda pública francesa crece fantásticamente. El servicio de esta deuda reclamará sumas cada vez mayores que mantendrán el desequilibrio del presupuesto. Y, dentro de este caos hacendario, Francia es solicitada por Inglaterra para iniciar el pago de los intereses de sus deudas de guerra. Francia pretende extraer de Alemania los millares de millones necesarios para la reconstrucción de las provincias devastadas y el convalecimiento de su hacienda. Pero Alemania es insolvente. Su insolvencia aumentará a medida que se aumente la desvalorización del marco. Italia también está económicamente desequilibrada. Su déficit, no obstante las economías inauguradas, es de cinco mil millones de liras y no hay perspectivas de que disminuya. Al contrario, hay perspectivas de una nueva carga fiscal: el servicio de las acreencias de la guerra británicas y americanas. Además, Italia está devorada por la guerra civil. Fascistas y socialistas reviven en las ciudades italianas las luchas medioevales de güelfos y gibelinos. El fascismo se ha sustituido al Estado, en la acción contrarrevolucionaria, y ha acelerado así el desprestigio y la decadencia de éste. Los viejos partidos democráticos hablan de reorganizarse y restaurar la maltrecha autoridad del Estado. Pero el fascismo reclama para sí el gobierno. Y la vieja democracia no puede prescindir de sus servicios. La desmovilización, el desarme del fascismo, traería una inmediata contraofensiva revolucionaria. De otro lado, la situación de los países vencedores está vinculada a la situación de los países vencidos. La experiencia de los cuatro últimos años prueba que no es posible la coexistencia de una Europa occidental normalizada y restablecida y de una Europa central oprimida y famélica. La unidad económica de Europa se opone a la existencia sincrónica de la normalidad y del caos. El peligro de bancarrota alemana es, por esto, un peligro de bancarrota europea. Algunos estadistas de la Europa vencedora comprenden esta verdad. Esos estadistas, Nitti, Caillaux, Keynes —en quienes el político prevalece sobre el hombre de estudio—, creen, naturalmente, que aún hay remedio para esta crisis. Pero, mientras sus páginas que describen la crisis son de una clarividencia y de una robustez máximas, sus páginas que señalan las soluciones son las menos seguras y persuasivas. Sus libros dejan la impresión de que tocan la realidad en su parte crítica, pero no en su parte constructiva. Existe un programa de reconstrucción europea. Es un programa de colaboración y de compromiso, de una parte entre los Estados vencedores y los Estados vencidos y, de otra parte, entre las clases sociales antagónicas. Tiende, en suma, a establecer una transacción entre el viejo orden de, cosas y el orden de cosas naciente. Y, en la intención de algunos de sus patrocinadores, tiende a evitar que una transición brusca de un régimen a otro destruya la riqueza material, el progreso técnico, creados por la sociedad capitalista. A tal programa, se adhieren no sólo los elementos más iluminados de la burguesía sino también los elementos más templados del socialismo, cuya colaboración gubernamental sería necesaria para actuario. Pero sólo en Inglaterra, que es por excelencia el país de las transformaciones graduales y pacíficas, este programa tiene probabilidades de ser actuado. Francia está todavía muy lejos de él. Lo demuestra claramente el hecho de que el político que lo preconiza, Caillaux, sea aún un político exilado de la política y hasta del territorio francés. Italia está más cercana a esa política. Nitti conserva alguna influencia en el parlamento italiano. Alrededor de un gobierno suyo podrían conjuncionarse los populares y los socialistas de derecha. Pero un gobierno de ésta naturaleza tendría que ser un gobierno antifascista. Un gobierno que provocaría la insurrección del fascismo. Y que, por tanto, no es un gobierno probable. Más chance de influencia en el gobierno tienen por ahora los fascistas, cuyo predominio en la política italiana multiplicaría, evidentemente, los gérmenes de guerra y de desorden en Europa. El fascismo, que aspira a apoderarse del gobierno de Italia, es un movimiento ultranacionalista. Su doctrina política no se diferencia de la vieja doctrina liberal sino por su delirante literatura nacionalista. Y acontece, sobre todo, algo más grave. Que Francia, puesta a elegir entre una hipotética ruina europea y una segura reconstrucción alemana, opta por la primera. Y es que, como he escrito en un artículo reciente, los estadistas franceses tienen una mentalidad demasiado reaccionaria para aceptar que, por culpa de su política, la civilización capitalista corre peligro de muerte. Y, en el fondo, tienen razón. No es el imperialismo francés lo que hace vacilar a Europa. El imperialismo francés es generado por la decadencia europea. Es un síntoma de la crisis. Y lo es también la imposibilidad en que se hallan las potencias vencedoras de concertarse alrededor de un programa común. Considerando aislada y superficialmente esas dificultades, se piensa que eliminándolas la crisis se solucionaría con facilidad. Pero, experimentalmente se constata que no es posible eliminarla porque son las expresiones, los efectos de la crisis mundial y no las causas de ésta. El "fin de Europa" aparece, pues, ineluctable. Esta civilización contiene el embrión de una civilización nueva. Y, como todas las civilizaciones, está destinada a extinguirse. El programa de los reformistas —reformistas de la burguesía y reformistas del socialismo— es detener su ruina mediante un compromiso entre la sociedad vieja y la sociedad nueva. (Esta es otra manifestación de la decadencia y de la decrepitud de la suciedad vieja. Un régimen que pacta con la revolución es un régimen que se siente vencido por ella). Pero antes de que la
sociedad nueva se organice, la quiebra de la sociedad actual precipitará
a la humanidad en una era oscura y caótica. Así como se ha apagado
Viena, festiva luz de la Europa de avant-guerre,
se apagará más tarde Berlín. Se apagarán Milán, París y Londres. Y,
último y grande foco de esta .civilización, se apagará Nueva York. La
antorcha de la estatua de la Libertad será la última luz de la
civilización capitalista, de la civilización de los rascacielos, de las
usinas, de los trusts, de los bancos, de los cabarets y del jazz band.
NOTA:
1 Publicado en Variedades: Lima, 16 de Diciembre de 1922.
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